El episodio del retraso, forzado por la ministra de Hacienda, del debate y votación de la senda de estabilidad presupuestaria, que debería abrir el camino parlamentario a unos presupuestos generales del Estado —que no merecen siguiera las mayúsculas, porque ignoramos hasta su propia existencia— permite al cronista detenerse en ciertas consideraciones que, por unas u otras razones de tiempo u oportunidad, no han encontrado espacio en esta columna.
Me permito, parafraseando a Fernando del Paso (México, 1935-2018), decirles que nadie tiene derecho a sentirse incluido en este artículo y nadie, tampoco, a sentirse excluido. No lo digo como advertencia, que es hija de la soberbia, sino desde la preocupación por el bastardeo de palabras, ideas y hechos de carácter económico que emanan casi siempre de las filas de la política, aunque otras veces, aunque sean menos, de los agentes económicos.
La perversión del lenguaje y los abusos de los modos políticos han infectado los modos y los usos del debate económico con un cinismo que avergüenza primero y que amenaza, inmediatamente después, la situación y las decisiones de particulares, familias, empresas y a las propias administraciones públicas.
Uno de los ejemplos más llamativos de la perversión y el cinismo económico está detrás de los hechos que han provocado esta no derrota, pero no victoria parlamentaria del Gobierno. Me refiero a la consagración del dogma del déficit público y de la deuda.
Los políticos de hoy no conciben que su obligación, administrativa, ética y generacional, es ofrecer unas cuentas perfectamente equilibradas. Dan por hecho que tiene que haber un déficit y, en el colmo del cinismo, debaten con denuedo por ser cada uno de ellos quien disfrute de mayor margen de déficit. En esto, izquierda y derecha padecen la misma desviación ética y la misma contradicción económica, aunque haya distintos grados de irresponsabilidad, según el poder que tengan.
Alguno se apresurará a bendecir la bondad del déficit sostenible, por matizar el dogma, lo que siempre será mejor que una subida de impuestos. Ni pensar siquiera en una reducción de los gastos, que es lo que comúnmente hacemos los ciudadanos. Esto enlaza con otro dogma tan falso como el anterior, las administraciones no pueden reducir gastos, aunque cada día los lectores de THE OBJECTIVE tengan cumplida cuenta de las partidas innecesarias y de los gastos discutibles de administraciones de cualquier rango institucional.
También estos días se habla de la evolución de la economía, con amplia difusión de cifras de previsiones, mejoradas unas sobre otras y la nada sorprendente mejora de las cifras correspondientes a la evolución económica de los años anteriores. Todo empezó cuando la señora Calviño cesó a la dirección del Instituto Nacional de Estadística (INE) porque sus mediciones no hacían justicia a las impresiones y cálculos formulados por la que fuera vicepresidenta del Gobierno. Por aquel entonces lamenté en un artículo que se nos privara a los españoles, y particularmente a quienes nos dedicamos a divulgar la información económica, del incuestionado criterio del INE y el asidero confiable en sus datos. Lamentaba un servidor entonces que nos hurtaran una fuente fiable y nos dejaran prácticamente en manos del Banco de España como fuente independiente de datos e informes sobre la evolución económica.
El sucesor de la señora Calviño, don Carlos Cuerpo, ha acabado por hurtarnos también la independencia de la institución financiera, como demuestra el hecho de que el primer documento publicado bajo mandato del nuevo gobernador ha sido una previsión de crecimiento muy superior a las formuladas por la institución anteriormente. ¿Casualidad? El Gobierno inmediatamente publicó sus proyecciones económicas para este año y los sucesivos. Naturalmente con cifras mejoradas.
La parte cínica de estos cálculos consiste en que, al aumentar el PIB se reduce el peso relativo del déficit y de la deuda, que es, en definitiva, lo que se persigue. En ayuda del vencedor, el INE elevó retrospectivamente sus propias cifras de contabilidad nacional de los tres años anteriores, sumándole unos 36.000 millones al tamaño de la economía española. Con este enjuague, la deuda pública aparece reducida del 107,7 por ciento del PIB al 105 por ciento, un simple efecto óptico, ya que, en cifras absolutas, ha crecido a un ritmo uniformemente acelerado a lo largo de este año, hasta alcanzar en junio 1.625.000 millones y aumentar en el citado mes a razón de 804, 4 millones de euros diarios.
La perversión del lenguaje y de las actitudes económicas alcanza a otras esferas de la actividad. La simpleza de la ministra de Vivienda, solo comparable a la de su colega la ministra portavoz, le hace lamentarse un día y otro de lo que ella, y colegialmente el resto del Gobierno, han conseguido con la funesta Ley que salió de sus telares y que ha tenido un efecto fulminante en el encarecimiento de este bien para el común de los españoles.
Legislar sobre vivienda sin hacerlo previamente sobre la materia prima indispensable, que es el suelo, es de una torpeza inimaginable a estas alturas del siglo XXI. Además, su vicepresidenta y ministra de Hacienda, cada vez que habla, hace subir los pisos. Así cerramos el círculo cínico de la profunda preocupación social de este Gobierno. La titular de Vivienda y Agenda Urbana amenaza a las comunidades autónomas que no cumplan su ley, que según ella pregona, haría bajar los precios de la vivienda. Por su parte, el Ministerio de Hacienda advierte a quien venda una vivienda a un precio por debajo de lo que ellos consideran su valor real, que comete directamente un fraude fiscal.
Lenguaje perverso, cinismo evidente. Lo que está pasando.